Amor eterno

Capítulo 1: El aire que me mantiene con vida

Ya era casi mediodía. El sol, situado en el punto más alto del cielo, calentaba con ganas. Sus rayos conseguían llegar a casi todos los rincones, luchando por hacer desaparecer cualquier tipo de sombra.  El calor de aquella mañana no era para nada asfixiante; no había humedad. Tan solo te calentaba ligeramente la piel.

Hacía poco que junio había dado la cara, pero mucha gente ya estaba preparada para irse a la playa. Todas las ganas retenidas durante todo este tiempo de darse un buen chapuzón en aquellas aguas tan claras, saldas y refrescantes, parecían estallar de golpe.

Adam se encontraba  apoyado en una barandilla de piedra blanca que escandalizaba los ojos a causa del sol. Eran muchas las bicicletas que iban pasando por sus espaldas, recorriendo aquel paseo que parecía no tener fin. Desde allí podía observar perfectamente la enorme belleza del mar, aquel que apenas dos semanas antes tan solo estaba habitado por unos cuantos críos atrevidos en busca de diversión junto a sus perros y por algunos pocos esperanzados y viejos pescadores.

El chico, con la mirada perdida, intentaba ordenar todo el batido de pensamientos abigarrados en su mente. Temía girar la cabeza. Si lo hacía, visualizaría de nuevo el hospital, aquel mismo donde esa mañana había tenido que ir. No quería ver aquel edificio donde seguramente la próxima vez que volviese…

De repente el joven sintió un repentino escalofrío. Se frotó sin mucho esmero los brazos y los volvió a apoyar encima de la calentada barandilla. Unos padres estaban tumbados en la arena. El padre dormía placenteramente mientras que la madre mataba el rato leyendo una revista. La hija, la cual no tendría más de cinco años, esclava del aburrimiento, se dedicaba a enterrarle los pies a su inconsciente padre en la arena. Al terminar, añadió un poco del agua contenida en su cubo y con las manos aplastó su obra de arte. Adam cerró los ojos y se imaginó a si mismo tumbado en la arena, con los pies enterrados, sintiendo como la arena abrasaba sus pies. Y de repente un chorro de agua aliviador de ese leve quemazón. De golpe, un fuerte grito captó la atención del chico. Él desvió la mirada hacia el lugar de donde provenía, y observó cómo una pandilla de adolescentes estaba en el acantilado. La única chica pelirroja del grupo acababa de saltar y no pudo evitar soltar un sonoro grito. A continuación un chico de pelo rizado saltó, y en el agua se encontró con la chica pelirroja. Con una sonrisa imborrable los dos jóvenes se juntaron como si de imanes se tratasen y se abrazaron fuertemente. El chico apartó el pelo mojado de delante de la cara de la joven y la besó dulcemente.

Adam se había quedado embobado observando la escena, invadido por los recuerdos. Hacía nada él también era un chaval alegre y alocado cómo ellos, enamorado de la vida y enamorado de su chica, la única a la que ha amado de verdad en toda su vida. Su Alice. Recordó aquella cueva que encontraron juntos, su lugar secreto. Lugar donde habían organizado miles de picnics y de cenas románticas, lugar desde dónde habían podido observar la inmensidad de la luna y las estrellas, lugar dónde se habían regalado infinitos besos. Y de hecho, ellos dos aún continuaban actuando como alocados adolescentes.

Y de fondo, el molesto e inoportuno sonido de la sirena de una ambulancia. Justo ahora que casi se le había dibujado una pequeña sonrisa en su rostro al recordar todos aquellos buenos momentos vividos… Inmediatamente su mente viajó a un recuerdo mucho más reciente, el de esa mañana, en el hospital.

¿Cómo se lo iba a decir a ella? Desde que le habían dado la mala noticia no había hecho otra que pensar en cómo iba a contárselo a Alice de manera que sufriese lo menos posible. Pero eso era algo totalmente inverosímil. Adam estaba seguro de que se lo dijese como se lo dijese, ella sufriría igual.

El joven se dio una palmada en la frente, lamentándose por todo. Era un cobarde y estaba seguro de que le costaría horrores explicárselo a su amor, pero estaba decidido a hacerlo. Sería mucho peor que de la noche a la mañana él hubiese desaparecido de su vida sin decir nada. Sería demasiado cruel, ella jamás se lo perdonaría.

¿De qué le servía en aquel momento tener el poder de manipular el viaje a través de las dimensiones? De nada. Absolutamente de nada. Ese don no le permitía poder continuar viviendo, poder envejecer junto a su querida Alice. Ese don no le infundía valor para poder contárselo a Alice, y menos para poder eliminar su sufrimiento.

Adam volvió a rastrear con la mirada toda la playa de nuevo. Sus ojos pararon en el acantilado. Una idea le rondaba por la cabeza. No estaba seguro de si aquello que había pensado funcionaria o no. Tan solo había escuchado esa idea en boca de su abuelo, y como advertencia. El chico acabó convenciéndose a sí mismo. Tenía que intentarlo, no perdía nada.

Sus pensamientos fueron interrumpidos de repente. Alguien le había tapado los ojos, prohibiéndole así la preciosa vista del mar. Pero no le importaba; aquello era mucho mejor. Dedos suaves, cálidos, finos. Y un dulce aroma a frambuesa. Alice.